A mis padres, a mis hermanos, a mis abuelos, y a todos los habitantes de esa casa mágica, que no se dejan ver, y siempre estarán ahí.
Capas y capas de cal cuarteadas conformaban un curioso mosaico trazado al azar por el paso del tiempo, como todo en la vida. Los paisajes, las caras, los cuerpos, hasta los sueños acaban por cuartearse.
Era una casa de tres alturas, en una calle ancha, empedrada, que parecía salir de la propia sierra en pendiente. Había una puerta de madera de doble hoja agonizante, deslavada a rodales, y aún con restos de pintura marrón; un ventanal abalconado en la planta superior, y un boquete con unas rejas torcidas, en la parte más alta. Al otro lado, un portón de madera astillada, un cerrojo antiguo del que colgaban unas cadenas herrumbrosas y un candado. A través del desnivel de la puerta sobre el suelo, se colaban unos montoncillos verdes, matojos diminutos mezcla de moho y hierba sobre piedras y tierra, como un bosque de minguillos invisibles. Era un solar al que llamaban corral, aunque no hubiera una puta gallina.
Nos adentramos en aquella casa con la ilusión de quien se sabe a punto de descubrir un tesoro, y nos recibió un zaguán amplio. De frente, un arco geminado del que pendía un gancho metálico como un signo de interrogación, quizás una señal advirtiéndonos de las preguntas y respuestas que encerraba aquel lugar mágico. A la derecha reposaba sobre la pared una cama turca, a la izquierda una puerta de madera, con celosía en la parte superior, que escondía una fresquera. Había además en aquella sala espaciosa una chimenea a la que llamaban cocina, una alacena antigua y una habitación separada por una pared ancha en la que apenas dormían dos cabeceros de latón y un bargueño desavellanado, y de cuyos desconchones manaba un color verde como una pradera lejana y desteñida. Esas paredes parecían estar preñadas de las barrigas que con el paso del tiempo habían ido formando las capas de pintura en la franja central.
Al lado de la chimenea, tres escalones de altura considerable daban paso a una cocina en la que una pila de piedra ejercía de gobernanta en jarras esperando faena. Había sido horadada por un seno rectangular junto a una superficie rugosa y ondulada a modo de lavadero conformando todo el mobiliario de aquella cocina que pareciera salida de las viñetas de “Los Picapiedra”. Junto al fregadero, un poyete hacía las veces de escurridor, y sobre él descansaban un par de fuentes de porcelana algo desportilladas y no más de cuatro vasos huérfanos de padre.
Una puertecilla en el otro costado daba paso a un habitáculo angosto cubierto de uraita. Sobre la pared, una alcayata al borde del suicidio sostenía milagrosamente un trozo de espejo irregular, un lavabo surcado de pequeños estuarios de óxido, con un grifo moribundo frente a un inodoro en los huesos.
Llamaba la atención un recuadro de tela suspendida sobre dos puntas, sin nada tras ella que justificara su presencia: ni un cristal, ni una reja, ni una ventana. No era más que un hueco en la pared para ventilar, al que se le había intentado vestir de fiesta con un trapo. Cada espacio por el que avanzábamos era algo nuevo por descubrir, siendo como éramos tan de la capital, tan forasteros. Y de repente nos encontrábamos ante arquitecturas desconocidas, suelos de cemento, paredes con barriga y bombillas en cueros. Aquella casa de pueblo, probablemente fuera parecida a todas las casas que no habíamos imaginado habitar, pero nos pareció diferente a todo, y no la habríamos cambiado por ningún palacio del mundo, ni siquiera por esa joya que es el Palacio de Cristal de El Parque del Retiro al que tantas veces nos llevaron de pequeños, un palacio singular que a día de hoy sigue ofreciéndose al sol como una barragana irredenta, impasible a la penetración, permitiendo la orgía de luz tras los cristales que le infiere un aire de concubina del bosque, porque un palacio tan mágico y sugerente, en mi ideario de pensamientos propios, es una mujer.
Subimos con verdadera excitación los peldaños más o menos regulares que conducían a la planta primera. De frente, una puertecilla de dos hojas, con una llave puesta en la cerradura, daba paso a una habitación rectangular amplia, de no menos de veinte metros, techada con bovedillas cuyo filo aparecía resaltado en color marrón. Llamaba la atención el suelo: era un mosaico de colores teja, ocre y verde, formando una maravillosa filigrana; pasado el tiempo supimos que aquel pavimento artesanal se había elaborado minuciosamente con piedras sacadas del río Cuadros. “La ciega”, una vecina muy mayor y entrañable, nos dijo que en aquel despacho y en otros tiempos, se habían celebrado muchas bodas. Aquello nos produjo risa, y creímos que se trataba de uno de esos delirios propios de la edad o una fantasía con la que sorprendernos. Al lado de aquella habitación había un espacio diáfano en el que, sobre el suelo, vimos una bola de piedra, algunos utensilios que no identifiqué y otros que tampoco podría describir. Supe después que aquella especie de bola servía de peso para extraer el suero del queso durante su curación. En el suelo descubrimos un agujero por el que cabría una ciruela. Lo que pensamos que era una especie de mirilla con vistas a la planta inferior resultó ser el orificio a través del cual se pasaba hasta abajo una maroma, sujeta a una barra atravesada encima del agujero, de la que se colgaba a los animales para eviscerarlos cuando se hacía la matanza. Supongo que por ese motivo un cemento de color plomizo, -ligeramente salpicado de sangre alrededor del orificio- era el único pavimento de aquella estancia. Pero aún no estaba todo visto, nos esperaba la cámara, lo que en nuestro argot de capital conocíamos como buhardilla. De una de las paredes nacían cuatro compartimentos en los que, según nos dijeron, se almacenaba la comida de las bestias. Me hubiera encantado conservar aquellos "atrojes", al igual que las vigas de madera recubiertas de cañizo que techaban la parte más alta de la casa. Pero nada de aquello existe ya más que en nuestra memoria. Unas vecinas se encargaron de repartirse unos bastidores, dos o tres “mundicos” con sus labores de bolillos a medio terminar y algún encaje amarillento que allí se aguardaban, esperando que alguien les devolviera uso. Ni siquiera preguntaron si podían llevárselo, y a ninguno nos dio tiempo a contrariar un gesto tan inesperado como improcedente.
Ese día fue el primero que pisamos el suelo de aquella casa. Aquel mismo día, tras apalabrar la compra de la misma, mis padres quisieron que la viéramos mis hermanos y yo. Los vecinos nos decían que la casa estaba para entrar a vivir, que no le hacía falta ni una mano de pintura; pero, a pesar de los encantos que descubrimos encerrados tras aquellas paredes, la idea de mi padre era bien distinta.
Todos los agostos, Semanas Santas y Navidades que recuerdo de aquellos años, nuestros días de descanso los vivíamos allí raspando paredes a golpe de espátula y piqueta, descargando sacos de cemento en hilera o bajándolos llenos de escombro. Y, aunque entonces no nos diéramos cuenta, nunca hemos sido más felices.
Una burra nos despertaba, era blanca como la espuma, y se llamaba Paloma, y roznaba desde bien temprano, cuando Francisco Berenjeno iba a buscarla para ir a la huerta. Pero nos hacíamos los remolones hasta que mi padre enchufaba la radio y empezaba la fiesta. Lo habitual, sobre todo los primeros años, era que mi hermano Paquito se fuera con los primos en vez de estar en la casa. Todos entendíamos que era muy pequeño y, más que ayudar, revolvía. Una tarde de invierno, -debía ser diciembre-, llegó a casa con Diego, el más chico de los Cañones, los dos con chapetas y sin aliento. Venían nerviosos, pero con cara de haber descubierto América. Paquito se echó la mano al bolsillo y dijo “mamá, tengo un regalo para ti, te traigo a Jesucristo”. Y cuando el chiquillo sacó lo que traía, vimos que era uno de esos crucifijos que llevan los ataúdes. Lo había encontrado en la Era Segunda, un descampado cercano a la casa de mis tíos, en el que se podía encontrar uno cualquier cosa. Vivían en la otra punta del pueblo, y, entre el paseo, la pendiente, y las dichosas escaleras del Terrero, lo normal era llegar con los pulmones quemando el pecho y la boca seca como una raspa de bacalao. Así venían los chiquillos, que subirían a la velocidad que permitían sus piernas infantiles, y con la ilusión desbocada de su regalo inesperado descubierto entre la tierra.
Algunas veces, cuando salíamos a la puerta de la calle a llenar el cubo de la hormigonera, mi hermano estaba encima del montón de arena jugando, o simplemente tumbado al sol como los lagartos y nos reíamos, y seguíamos con la faena. Solían acercarse a casa algunos familiares, normalmente primos hermanos de mi madre a los que nosotros llamábamos titos; alguno echaba una mano, pero la mayoría de las veces venían a ver cómo íbamos avanzando en nuestra obra interminable. Atender la visita, rodeados de arena, cascotes, sacos de cemento y herramienta esparcida por el suelo, tenía su aquel, sobre todo porque, como buenos anfitriones, nos permitía un descanso, un refresco y un aperitivo, que en casa nos ha gustado mucho siempre eso de ligar. Otras veces, aparecía mi tío Cristóbal con una calabaza, pepinos y tomates o lo que hubiera encontrado en su vergel, de vez en cuando algún vecino, pero raramente venían a traer sino a llevarse un poco de cemento, algún carambuco o alguna herramienta.
-Paco, échame una miajilla de masa que se me ha caído una baldosa.
Y Paco, se la echaba. Y como Paco, mi padre, no sabía decir que no a nadie, dejaba la casa empantanada y se iba a pegarle la baldosa.
Quien no nos conociera, no podría imaginarse que el veraneo de “las madrileñas” era eso: trabajar codo con codo todos juntos para convertir aquella casa en nuestra casa. Y salíamos todos los días con la misma frase a nuestras espaldas: “a ver a qué hora llegáis, que a las ocho de la mañana subo a tocar diana”.
A menudo, cuando subía a despertarnos, no llevábamos más de dos horas dormidas, y venía al dormitorio con una trompeta al son de “quinto levanta, tira de la manta”, y se le oía decir a mi madre, “Paco, déjalas que duerman un rato, que están de vacaciones”, a lo que mi padre contestaba entre risas, “de vacaciones estamos todos, pero el que está para trasnochar, también tiene que estar para madrugar”. Mi abuela Francisca entonces solía replicar, cargada de piedad “no, si con este hombre no paran ni las ratas”. Y desfilábamos como podíamos con el sueño en el cuerpo, porque la vitalidad de la juventud es más fuerte que el sueño y el cansancio.
Todo cuanto hacíamos allí era diferente a lo que conocíamos. Hasta el simple hecho de asearnos. En invierno debíamos llevarnos un brasero con ascuas al cuarto de baño pues era como si se colara por aquel boquete que teníamos por ventana todo el frio acumulado en las cumbres de tanta sierra. Cuando llovía, pareciera que el tejado se nos caería encima del modo en que las gotas de lluvia tamborileaban sobre la uralita. En verano, era mucho más divertido, porque un bidón sobre el tejado hacía las veces de termo repartiendo el agua caliente en forma de lluvia gracias a una manguera y convertían las duchas en una fiesta.
A menudo recuerdo una tarde en la que, como de costumbre, se acercó una vecina a ver lo que estábamos haciendo. Andábamos en el corral, y cuando preguntó cómo íbamos con la tarea, mi padre, como si a la vez que señalaba sobre un punto imaginario pudiera visualizar la obra terminada, le estuvo explicando, “ahí arriba va una terraza y un cuarto de baño, en ese otro lado va otra terraza… aquí vamos a hacer una piscina y un garaje...” y mientras él explicaba, ella, entre dientes, y como si no supiera que estaba diciendo lo que se le estaba pasando por la cabeza, y con una incredulidad divertida y cierta sorna interrumpió: “ea, y ahí arriba unas cunicas”. Años más tarde, merendando en casa, al borde de la piscina, no pude evitar decirle, “Juana Antonia: ya sólo nos faltan las cunicas”. Sonrió y sonreímos todos.
Una vez cogimos unos visillos y nos los apañamos como si fueran trajes de novia y nos pusimos a bailar con nuestros cuerpos adolescentes cubiertos del polvo del yeso, con pegotes de escayola como micro planetas de mica anidando en nuestras coletas. Así eran nuestros días en aquel bendito caos.
Mamá estaba pendiente de la intendencia, de la escoba y el recogedor, y de la máquina de coser, y entre guisos y andar detrás de nosotros recogiendo lo que ensuciábamos, lo mismo cosía unas cortinas que pintaba las puertas.
Cuando se venían los tres abuelos era cuando mejor lo pasábamos. Él se ponía un mono de trabajo, aunque realmente no podíamos esperar que hiciera mucho más que contarnos chascarrillos o acercarle el botijo de agua fresca a mi padre a cada poco. Ellas andaban detrás de mamá preguntando cómo podían ayudar, y las entretenía pelando ajos, limpiando cardillos, o haciendo ganchillo. Mi abuela Manuela tenía mucho conocimiento, y estaba alerta de todo, no se le escapaba una, mi abuela Francisca por aquel entonces empezaba ya a nadar entre lagunas, aunque aún no se le habían licuado los ojos. Hubo un verano en el que las dos, que se querían mucho, parecían tener la una celos de la otra, cosas típicas de abuelas aunque no hiciéramos ningún tipo de distinción entre ellas. A fin de evitar esos celos, hasta las bragas se las compraba iguales mi madre. Tenían por costumbre lavárselas a mano por la noche, y cuando mi abuela Francisca las recogía de la cuerda, y al rato no recordaba que había recogido las suyas y también recogía las de mi abuela Manuela, se armaba la de dios es cristo.
-Señá Francisca, ¿ha cogido usted mis bragas de la cuerda?
-¿Yo? De eso nada, yo sólo he cogido las mías
Y así todas las tardes, en esos ratos en los que ellas se enzarzaban por las bragas y nosotros nos moríamos de risa. A la abuela Manuela se le ocurrió la idea de marcarlas cosiendo su inicial en cada una de las prendas a fin de evitar esas discusiones que eran la salsa de todas las siestas. Pero el conflicto siguió, porque antes de reconocer que no se acordaba de haber recogido las que no eran suyas, la abuela Francisca, decía, “qué se habrá creído, si yo también las tengo marcadas”. Esa misma demencia senil que rescata del pasado recuerdos imborrables fue la misma que nos descubrió que aquella turca que había en el zaguán de la casa cuando la compraron mis padres, la había hecho su padre, el Maestro Astillas, carpintero de profesión. Mi madre se encargó de barnizarla y adecentarla. Esa turca, también llamada canapé, es uno de los muchos tesoros que la casa nos tenía preparados.
Decenas de sacos de escombro y algunos años después, vinieron los novios, las muertes, la piscina, los cuartos de baño, el robo, las rejas, los nietos, las risas. Nuestra casa está viva. Y lo seguirá estando, porque las paredes atesoran las huellas de nuestras manos, porque el suelo recogió nuestro sudor y nuestras lágrimas cuando las hubo y quedaron embalsamadas a nuestros pies, porque en cada rincón están nuestros enfados y nuestras risas. Porque cada uno de esos recuerdos es una de las monedas del tesoro que nos tenía preparado aquella casa. Nuestra casa. Y así será siempre. Siempre
Capas y capas de cal cuarteadas conformaban un curioso mosaico trazado al azar por el paso del tiempo, como todo en la vida. Los paisajes, las caras, los cuerpos, hasta los sueños acaban por cuartearse.
Era una casa de tres alturas, en una calle ancha, empedrada, que parecía salir de la propia sierra en pendiente. Había una puerta de madera de doble hoja agonizante, deslavada a rodales, y aún con restos de pintura marrón; un ventanal abalconado en la planta superior, y un boquete con unas rejas torcidas, en la parte más alta. Al otro lado, un portón de madera astillada, un cerrojo antiguo del que colgaban unas cadenas herrumbrosas y un candado. A través del desnivel de la puerta sobre el suelo, se colaban unos montoncillos verdes, matojos diminutos mezcla de moho y hierba sobre piedras y tierra, como un bosque de minguillos invisibles. Era un solar al que llamaban corral, aunque no hubiera una puta gallina.
Nos adentramos en aquella casa con la ilusión de quien se sabe a punto de descubrir un tesoro, y nos recibió un zaguán amplio. De frente, un arco geminado del que pendía un gancho metálico como un signo de interrogación, quizás una señal advirtiéndonos de las preguntas y respuestas que encerraba aquel lugar mágico. A la derecha reposaba sobre la pared una cama turca, a la izquierda una puerta de madera, con celosía en la parte superior, que escondía una fresquera. Había además en aquella sala espaciosa una chimenea a la que llamaban cocina, una alacena antigua y una habitación separada por una pared ancha en la que apenas dormían dos cabeceros de latón y un bargueño desavellanado, y de cuyos desconchones manaba un color verde como una pradera lejana y desteñida. Esas paredes parecían estar preñadas de las barrigas que con el paso del tiempo habían ido formando las capas de pintura en la franja central.
Al lado de la chimenea, tres escalones de altura considerable daban paso a una cocina en la que una pila de piedra ejercía de gobernanta en jarras esperando faena. Había sido horadada por un seno rectangular junto a una superficie rugosa y ondulada a modo de lavadero conformando todo el mobiliario de aquella cocina que pareciera salida de las viñetas de “Los Picapiedra”. Junto al fregadero, un poyete hacía las veces de escurridor, y sobre él descansaban un par de fuentes de porcelana algo desportilladas y no más de cuatro vasos huérfanos de padre.
Una puertecilla en el otro costado daba paso a un habitáculo angosto cubierto de uraita. Sobre la pared, una alcayata al borde del suicidio sostenía milagrosamente un trozo de espejo irregular, un lavabo surcado de pequeños estuarios de óxido, con un grifo moribundo frente a un inodoro en los huesos.
Llamaba la atención un recuadro de tela suspendida sobre dos puntas, sin nada tras ella que justificara su presencia: ni un cristal, ni una reja, ni una ventana. No era más que un hueco en la pared para ventilar, al que se le había intentado vestir de fiesta con un trapo. Cada espacio por el que avanzábamos era algo nuevo por descubrir, siendo como éramos tan de la capital, tan forasteros. Y de repente nos encontrábamos ante arquitecturas desconocidas, suelos de cemento, paredes con barriga y bombillas en cueros. Aquella casa de pueblo, probablemente fuera parecida a todas las casas que no habíamos imaginado habitar, pero nos pareció diferente a todo, y no la habríamos cambiado por ningún palacio del mundo, ni siquiera por esa joya que es el Palacio de Cristal de El Parque del Retiro al que tantas veces nos llevaron de pequeños, un palacio singular que a día de hoy sigue ofreciéndose al sol como una barragana irredenta, impasible a la penetración, permitiendo la orgía de luz tras los cristales que le infiere un aire de concubina del bosque, porque un palacio tan mágico y sugerente, en mi ideario de pensamientos propios, es una mujer.
Subimos con verdadera excitación los peldaños más o menos regulares que conducían a la planta primera. De frente, una puertecilla de dos hojas, con una llave puesta en la cerradura, daba paso a una habitación rectangular amplia, de no menos de veinte metros, techada con bovedillas cuyo filo aparecía resaltado en color marrón. Llamaba la atención el suelo: era un mosaico de colores teja, ocre y verde, formando una maravillosa filigrana; pasado el tiempo supimos que aquel pavimento artesanal se había elaborado minuciosamente con piedras sacadas del río Cuadros. “La ciega”, una vecina muy mayor y entrañable, nos dijo que en aquel despacho y en otros tiempos, se habían celebrado muchas bodas. Aquello nos produjo risa, y creímos que se trataba de uno de esos delirios propios de la edad o una fantasía con la que sorprendernos. Al lado de aquella habitación había un espacio diáfano en el que, sobre el suelo, vimos una bola de piedra, algunos utensilios que no identifiqué y otros que tampoco podría describir. Supe después que aquella especie de bola servía de peso para extraer el suero del queso durante su curación. En el suelo descubrimos un agujero por el que cabría una ciruela. Lo que pensamos que era una especie de mirilla con vistas a la planta inferior resultó ser el orificio a través del cual se pasaba hasta abajo una maroma, sujeta a una barra atravesada encima del agujero, de la que se colgaba a los animales para eviscerarlos cuando se hacía la matanza. Supongo que por ese motivo un cemento de color plomizo, -ligeramente salpicado de sangre alrededor del orificio- era el único pavimento de aquella estancia. Pero aún no estaba todo visto, nos esperaba la cámara, lo que en nuestro argot de capital conocíamos como buhardilla. De una de las paredes nacían cuatro compartimentos en los que, según nos dijeron, se almacenaba la comida de las bestias. Me hubiera encantado conservar aquellos "atrojes", al igual que las vigas de madera recubiertas de cañizo que techaban la parte más alta de la casa. Pero nada de aquello existe ya más que en nuestra memoria. Unas vecinas se encargaron de repartirse unos bastidores, dos o tres “mundicos” con sus labores de bolillos a medio terminar y algún encaje amarillento que allí se aguardaban, esperando que alguien les devolviera uso. Ni siquiera preguntaron si podían llevárselo, y a ninguno nos dio tiempo a contrariar un gesto tan inesperado como improcedente.
Ese día fue el primero que pisamos el suelo de aquella casa. Aquel mismo día, tras apalabrar la compra de la misma, mis padres quisieron que la viéramos mis hermanos y yo. Los vecinos nos decían que la casa estaba para entrar a vivir, que no le hacía falta ni una mano de pintura; pero, a pesar de los encantos que descubrimos encerrados tras aquellas paredes, la idea de mi padre era bien distinta.
Todos los agostos, Semanas Santas y Navidades que recuerdo de aquellos años, nuestros días de descanso los vivíamos allí raspando paredes a golpe de espátula y piqueta, descargando sacos de cemento en hilera o bajándolos llenos de escombro. Y, aunque entonces no nos diéramos cuenta, nunca hemos sido más felices.
Una burra nos despertaba, era blanca como la espuma, y se llamaba Paloma, y roznaba desde bien temprano, cuando Francisco Berenjeno iba a buscarla para ir a la huerta. Pero nos hacíamos los remolones hasta que mi padre enchufaba la radio y empezaba la fiesta. Lo habitual, sobre todo los primeros años, era que mi hermano Paquito se fuera con los primos en vez de estar en la casa. Todos entendíamos que era muy pequeño y, más que ayudar, revolvía. Una tarde de invierno, -debía ser diciembre-, llegó a casa con Diego, el más chico de los Cañones, los dos con chapetas y sin aliento. Venían nerviosos, pero con cara de haber descubierto América. Paquito se echó la mano al bolsillo y dijo “mamá, tengo un regalo para ti, te traigo a Jesucristo”. Y cuando el chiquillo sacó lo que traía, vimos que era uno de esos crucifijos que llevan los ataúdes. Lo había encontrado en la Era Segunda, un descampado cercano a la casa de mis tíos, en el que se podía encontrar uno cualquier cosa. Vivían en la otra punta del pueblo, y, entre el paseo, la pendiente, y las dichosas escaleras del Terrero, lo normal era llegar con los pulmones quemando el pecho y la boca seca como una raspa de bacalao. Así venían los chiquillos, que subirían a la velocidad que permitían sus piernas infantiles, y con la ilusión desbocada de su regalo inesperado descubierto entre la tierra.
Algunas veces, cuando salíamos a la puerta de la calle a llenar el cubo de la hormigonera, mi hermano estaba encima del montón de arena jugando, o simplemente tumbado al sol como los lagartos y nos reíamos, y seguíamos con la faena. Solían acercarse a casa algunos familiares, normalmente primos hermanos de mi madre a los que nosotros llamábamos titos; alguno echaba una mano, pero la mayoría de las veces venían a ver cómo íbamos avanzando en nuestra obra interminable. Atender la visita, rodeados de arena, cascotes, sacos de cemento y herramienta esparcida por el suelo, tenía su aquel, sobre todo porque, como buenos anfitriones, nos permitía un descanso, un refresco y un aperitivo, que en casa nos ha gustado mucho siempre eso de ligar. Otras veces, aparecía mi tío Cristóbal con una calabaza, pepinos y tomates o lo que hubiera encontrado en su vergel, de vez en cuando algún vecino, pero raramente venían a traer sino a llevarse un poco de cemento, algún carambuco o alguna herramienta.
-Paco, échame una miajilla de masa que se me ha caído una baldosa.
Y Paco, se la echaba. Y como Paco, mi padre, no sabía decir que no a nadie, dejaba la casa empantanada y se iba a pegarle la baldosa.
Quien no nos conociera, no podría imaginarse que el veraneo de “las madrileñas” era eso: trabajar codo con codo todos juntos para convertir aquella casa en nuestra casa. Y salíamos todos los días con la misma frase a nuestras espaldas: “a ver a qué hora llegáis, que a las ocho de la mañana subo a tocar diana”.
A menudo, cuando subía a despertarnos, no llevábamos más de dos horas dormidas, y venía al dormitorio con una trompeta al son de “quinto levanta, tira de la manta”, y se le oía decir a mi madre, “Paco, déjalas que duerman un rato, que están de vacaciones”, a lo que mi padre contestaba entre risas, “de vacaciones estamos todos, pero el que está para trasnochar, también tiene que estar para madrugar”. Mi abuela Francisca entonces solía replicar, cargada de piedad “no, si con este hombre no paran ni las ratas”. Y desfilábamos como podíamos con el sueño en el cuerpo, porque la vitalidad de la juventud es más fuerte que el sueño y el cansancio.
Todo cuanto hacíamos allí era diferente a lo que conocíamos. Hasta el simple hecho de asearnos. En invierno debíamos llevarnos un brasero con ascuas al cuarto de baño pues era como si se colara por aquel boquete que teníamos por ventana todo el frio acumulado en las cumbres de tanta sierra. Cuando llovía, pareciera que el tejado se nos caería encima del modo en que las gotas de lluvia tamborileaban sobre la uralita. En verano, era mucho más divertido, porque un bidón sobre el tejado hacía las veces de termo repartiendo el agua caliente en forma de lluvia gracias a una manguera y convertían las duchas en una fiesta.
A menudo recuerdo una tarde en la que, como de costumbre, se acercó una vecina a ver lo que estábamos haciendo. Andábamos en el corral, y cuando preguntó cómo íbamos con la tarea, mi padre, como si a la vez que señalaba sobre un punto imaginario pudiera visualizar la obra terminada, le estuvo explicando, “ahí arriba va una terraza y un cuarto de baño, en ese otro lado va otra terraza… aquí vamos a hacer una piscina y un garaje...” y mientras él explicaba, ella, entre dientes, y como si no supiera que estaba diciendo lo que se le estaba pasando por la cabeza, y con una incredulidad divertida y cierta sorna interrumpió: “ea, y ahí arriba unas cunicas”. Años más tarde, merendando en casa, al borde de la piscina, no pude evitar decirle, “Juana Antonia: ya sólo nos faltan las cunicas”. Sonrió y sonreímos todos.
Una vez cogimos unos visillos y nos los apañamos como si fueran trajes de novia y nos pusimos a bailar con nuestros cuerpos adolescentes cubiertos del polvo del yeso, con pegotes de escayola como micro planetas de mica anidando en nuestras coletas. Así eran nuestros días en aquel bendito caos.
Mamá estaba pendiente de la intendencia, de la escoba y el recogedor, y de la máquina de coser, y entre guisos y andar detrás de nosotros recogiendo lo que ensuciábamos, lo mismo cosía unas cortinas que pintaba las puertas.
Cuando se venían los tres abuelos era cuando mejor lo pasábamos. Él se ponía un mono de trabajo, aunque realmente no podíamos esperar que hiciera mucho más que contarnos chascarrillos o acercarle el botijo de agua fresca a mi padre a cada poco. Ellas andaban detrás de mamá preguntando cómo podían ayudar, y las entretenía pelando ajos, limpiando cardillos, o haciendo ganchillo. Mi abuela Manuela tenía mucho conocimiento, y estaba alerta de todo, no se le escapaba una, mi abuela Francisca por aquel entonces empezaba ya a nadar entre lagunas, aunque aún no se le habían licuado los ojos. Hubo un verano en el que las dos, que se querían mucho, parecían tener la una celos de la otra, cosas típicas de abuelas aunque no hiciéramos ningún tipo de distinción entre ellas. A fin de evitar esos celos, hasta las bragas se las compraba iguales mi madre. Tenían por costumbre lavárselas a mano por la noche, y cuando mi abuela Francisca las recogía de la cuerda, y al rato no recordaba que había recogido las suyas y también recogía las de mi abuela Manuela, se armaba la de dios es cristo.
-Señá Francisca, ¿ha cogido usted mis bragas de la cuerda?
-¿Yo? De eso nada, yo sólo he cogido las mías
Y así todas las tardes, en esos ratos en los que ellas se enzarzaban por las bragas y nosotros nos moríamos de risa. A la abuela Manuela se le ocurrió la idea de marcarlas cosiendo su inicial en cada una de las prendas a fin de evitar esas discusiones que eran la salsa de todas las siestas. Pero el conflicto siguió, porque antes de reconocer que no se acordaba de haber recogido las que no eran suyas, la abuela Francisca, decía, “qué se habrá creído, si yo también las tengo marcadas”. Esa misma demencia senil que rescata del pasado recuerdos imborrables fue la misma que nos descubrió que aquella turca que había en el zaguán de la casa cuando la compraron mis padres, la había hecho su padre, el Maestro Astillas, carpintero de profesión. Mi madre se encargó de barnizarla y adecentarla. Esa turca, también llamada canapé, es uno de los muchos tesoros que la casa nos tenía preparados.
Decenas de sacos de escombro y algunos años después, vinieron los novios, las muertes, la piscina, los cuartos de baño, el robo, las rejas, los nietos, las risas. Nuestra casa está viva. Y lo seguirá estando, porque las paredes atesoran las huellas de nuestras manos, porque el suelo recogió nuestro sudor y nuestras lágrimas cuando las hubo y quedaron embalsamadas a nuestros pies, porque en cada rincón están nuestros enfados y nuestras risas. Porque cada uno de esos recuerdos es una de las monedas del tesoro que nos tenía preparado aquella casa. Nuestra casa. Y así será siempre. Siempre
Preciosa narración, descriptiva de un hecho que sa cavida al encuentro familiar, año tras año, en armonía y mucho amor.
ResponderEliminarBedmar!��
Una descripción perfecta, he visualizado la casa y el ambiente familiar divinamente. Muchas gracias.
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